Víveme deprisa y olvídame despacio.
Miraba por la ventana como las gotas de agua descendía en su
travesura de cristales empañados,
carreras de infinitos dibujadas en el brillo de un universo de agua… ese
agua que barre con todo, como las
lágrimas que limpian la mirada y enjuagan los recuerdos.
Sostuvo entre sus manos la taza de café, intentando
encontrar el calor que le faltaba y una humareda de imágenes se desplegó ante
sus ojos cerrados.
Recordó el tiempo de las risas y las miradas furtivas, las
confesiones sepultadas entre océanos de palabras que morían en la costa de sus
labios y sintió por fin el dulce beso del olvido.
Era bueno poder recordar sin la sombra del dolor acechando
sus entrañas, sin sentir desgarrarse el alma en cada lágrima, recordar desde
una sonrisa y no con un lamento.
Quizás eso era el olvido, dejar a un lado el dolor y poder
sonreír sin reproches, sin vacío, en la plenitud de un recuerdo que es parte
del camino, tantas veces se había preguntado si podría hacerlo, que ahora no
sabía si sucedía realmente o en cualquier viraje de su paseo por la memoria,
estaría acechando la dama negra de la soledad para volver a arrastrarla al país
de las sombras, pero no quería pensar en eso, no debía permitirse el
miedo, ya era tiempo de dar carpetazo a
un pasado que intentó apilar en una estantería perdida en un cerebro en desuso.
Miraba por la ventana, como el que se asoma al acantilado de
su alma y no ve nada, solo siente, entonces lo supo, el olvido no existe, es un paso al frente, lento..., tan lento como rápida es la vida…
Carmen Cano
20/01/15