Las situaciones inesperadas,
siempre ocurren cuando menos las esperamos, por eso son inesperadas, suceden
sin más y nos cambian la vida, un solo segundo barre con todo lo anterior y nos
coloca ante una nueva situación, una nueva manera de entender el mundo o
nuestra propia vida, una oportunidad de empezar de cero o simplemente continuar
en algún punto que había quedado rezagado en la memoria esperando a que
retomásemos la historia cuando estuviéramos preparados para hacerlo.
Nunca he creído en el destino,
eso que suele decirse de que todo está
escrito, en cambio, sí creo que todo sucede por algo y sobre todo cuando es su
momento.
Esta es mi historia, una
historia de tiempos, o quizás, solo de mi propio tiempo, ese con el que siempre
he mantenido una extraña relación hasta que me dejé llevar por él sabiendo que
si yo no jugaba a su favor, él jugaría en mi contra.
Recuerdo perfectamente el
día de mi muerte, era una mañana cualquiera de un mes perdido en el calendario,
posiblemente es que los días más comunes desencadenan en los acontecimientos
más extraordinarios, esos que cambian nuestra vida para siempre.
Ese día, a priori, no había
nada de extraordinario, las mismas miradas vacías de siempre en las caras de
las personas con las que me cruzaba por la calle, los mismos coches taponando
las arterias que dan vida a la ciudad, creando el caos de todos los días en
hora punta, los mismos parques atestados de gritos pero desiertos de niños.
Qué curioso que cuando
paseamos, no reparamos en las personas que hay a nuestro alrededor, tan solo en
el ruido del tumulto, en las voces de los niños, el humo de los coches… solo
vemos el decorado de la historia sin reparar en los protagonistas.
Nunca he entendido eso, hay personas con las que convivimos a diario y de las que
nunca llegamos a saber nada, a veces, a penas su nombre y otras, ni siquiera
eso.
No sé si es falta de tiempo,
desinterés, o es que estamos tan ocupados mirando nuestro propio ombligo, que
olvidamos mirar a los ojos de los demás, el caso, es que vivimos y convivimos
con completos desconocidos.
Cuántas prisas por llegar,
¿por llegar adónde?, al trabajo, al cine, al parque, a una cita importante…
tiempo, tiempo, tiempo, él lo dicta todo, solo tenemos ojos para él, un ser
inmortalizado en una esfera latiendo en impulsos de manecillas.
Pero ese día, reloj que
marcaba la hora se detuvo, retorciendo el segundero en una psicodélica espiral
de sucesiones de momentos, encadenados en el éter inánime del tiempo.
Un grito, un lamento, un
suspiro… un silencio y morí, convirtiéndome en una sombra más de las que
pueblan las ciudades, los pueblos, los caminos de la vida, una sombra más de
las que pueblan el mundo.
Mi cara se convirtió en una
cara más, los mismos gestos movidos por alguien que maneja los hilos a distancia,
como un autómata previamente configurado para actuar de una manera determinada
en cada situación, los mismos ojos que ya no ven, porque han olvidado cómo
mirar más allá… eso es lo que pasa cuando dejas
de vivir para tan solo sobrevivir entre las sombras de eso que alguien
llamó "normalidad".
Comencé a ser normal y
descubrí que sonreír sin motivo es una pérdida de tiempo, que detenerse a
contemplar un atardecer, es otra pérdida de tiempo, que no es necesario reparar
en pequeños detalles, que lo único que cuenta es continuar, continuar siempre,
cada vez más a prisa, sin saber adónde, da igual, lo importante no es llegar,
lo importante es hacerlo a tiempo
Cuántas horas vacías, cuánto
tiempo perdido, cuántos pasos en balde, ¡cuánta vida perdida!
¿Qué había sido de mi vida
todo ese tiempo vivido? menos mal que por fin había muerto de la vida y nacido
al tiempo. Guardián y carcelero del momento, general de tropas que desfilaban con su paso marcial
implacable, tic, tac, tic, tac, tic, tac…. adelante, siempre adelante.
Después de aquella mañana,
apenas recuerdo nada, ni luz al final del túnel, ni sentirse ligera y como
volando, solo recuerdo que siempre cumplía los tiempos, eso era lo importante,
el resto solo decorado.
Sí recuerdo, como un día de
alegría, el día que volví a la vida, ese día no fue una madre entre dolores la
que me trajo al mundo, no, ese día no era un día de fiesta, ni se reunieron los
familiares a festejar el momento.
Ese día tan solo estabas tú,
tan solo estaba tu palabra y tu pluma para devolverle el color a mis días, tan
solo estaba el calor de tu mirada y el silencio roto por un pequeño latido que
anunciaba una nueva vida.
"Bendita suerte la
mía" habría gritado al viento de creer en la suerte, pero nunca he sido de
las que dejan las cosas al azar, así que, prefiero gritar tu nombre,
encadenarlo a mi tiempo y sonreír, porque ahora sé que es posible vivir después
de haber muerto.
Carmen Cano.