lunes, 9 de noviembre de 2015

El día de mi muerte...




Las situaciones inesperadas, siempre ocurren cuando menos las esperamos, por eso son inesperadas, suceden sin más y nos cambian la vida, un solo segundo barre con todo lo anterior y nos coloca ante una nueva situación, una nueva manera de entender el mundo o nuestra propia vida, una oportunidad de empezar de cero o simplemente continuar en algún punto que había quedado rezagado en la memoria esperando a que retomásemos la historia cuando estuviéramos preparados para hacerlo.
Nunca he creído en el destino, eso que suele decirse de  que todo está escrito, en cambio, sí creo que todo sucede por algo y sobre todo cuando es su momento.

Esta es mi historia, una historia de tiempos, o quizás, solo de mi propio tiempo, ese con el que siempre he mantenido una extraña relación hasta que me dejé llevar por él sabiendo que si yo no jugaba a su favor, él jugaría en mi contra.

Recuerdo perfectamente el día de mi muerte, era una mañana cualquiera de un mes perdido en el calendario, posiblemente es que los días más comunes desencadenan en los acontecimientos más extraordinarios, esos que cambian nuestra vida para siempre.

Ese día, a priori, no había nada de extraordinario, las mismas miradas vacías de siempre en las caras de las personas con las que me cruzaba por la calle, los mismos coches taponando las arterias que dan vida a la ciudad, creando el caos de todos los días en hora punta, los mismos parques atestados de gritos pero desiertos de niños.
Qué curioso que cuando paseamos, no reparamos en las personas que hay a nuestro alrededor, tan solo en el ruido del tumulto, en las voces de los niños, el humo de los coches… solo vemos el decorado de la historia sin reparar en los protagonistas.
Nunca he entendido eso, hay personas con las que convivimos a diario y de las que nunca llegamos a saber nada, a veces, a penas su nombre y otras, ni siquiera eso.
No sé si es falta de tiempo, desinterés, o es que estamos tan ocupados mirando nuestro propio ombligo, que olvidamos mirar a los ojos de los demás, el caso, es que vivimos y convivimos con completos desconocidos.

Cuántas prisas por llegar, ¿por llegar adónde?, al trabajo, al cine, al parque, a una cita importante… tiempo, tiempo, tiempo, él lo dicta todo, solo tenemos ojos para él, un ser inmortalizado en una esfera latiendo en impulsos de manecillas.
Pero ese día, reloj que marcaba la hora se detuvo, retorciendo el segundero en una psicodélica espiral de sucesiones de momentos, encadenados en el éter inánime del tiempo.

Un grito, un lamento, un suspiro… un silencio y morí, convirtiéndome en una sombra más de las que pueblan las ciudades, los pueblos, los caminos de la vida, una sombra más de las que pueblan el mundo.
Mi cara se convirtió en una cara más, los mismos gestos movidos por alguien que maneja los hilos a distancia, como un autómata previamente configurado para actuar de una manera determinada en cada situación, los mismos ojos que ya no ven, porque han olvidado cómo mirar más allá… eso es lo que pasa cuando dejas  de vivir para tan solo sobrevivir entre las sombras de eso que alguien llamó "normalidad".
Comencé a ser normal y descubrí que sonreír sin motivo es una pérdida de tiempo, que detenerse a contemplar un atardecer, es otra pérdida de tiempo, que no es necesario reparar en pequeños detalles, que lo único que cuenta es continuar, continuar siempre, cada vez más a prisa, sin saber adónde, da igual, lo importante no es llegar, lo importante es hacerlo a tiempo

Cuántas horas vacías, cuánto tiempo perdido, cuántos pasos en balde, ¡cuánta vida perdida!

¿Qué había sido de mi vida todo ese tiempo vivido? menos mal que por fin había muerto de la vida y nacido al tiempo. Guardián y carcelero del momento, general de  tropas que desfilaban con su paso marcial implacable, tic, tac, tic, tac, tic, tac…. adelante, siempre adelante.

Después de aquella mañana, apenas recuerdo nada, ni luz al final del túnel, ni sentirse ligera y como volando, solo recuerdo que siempre cumplía los tiempos, eso era lo importante, el resto solo decorado.

Sí recuerdo, como un día de alegría, el día que volví a la vida, ese día no fue una madre entre dolores la que me trajo al mundo, no, ese día no era un día de fiesta, ni se reunieron los familiares a festejar el momento.
Ese día tan solo estabas tú, tan solo estaba tu palabra y tu pluma para devolverle el color a mis días, tan solo estaba el calor de tu mirada y el silencio roto por un pequeño latido que anunciaba una nueva vida.

"Bendita suerte la mía" habría gritado al viento de creer en la suerte, pero nunca he sido de las que dejan las cosas al azar, así que, prefiero gritar tu nombre, encadenarlo a mi tiempo y sonreír, porque ahora sé que es posible vivir después de haber muerto.





Carmen Cano.


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